Para muchos la noche del pasado miércoles no sería una de las mejores de su vida. El Real Madrid fue eliminado por un 2ªB después de la humillante, miserable, hiriente, vergonzosa o como cada uno llame a la derrota del Real Madrid en el campo del Alcorcón.
Para mí, fue uno de los peores partidos de mi vida. Pero no por la eliminación de los merengues (eso es lo de menos) sino por su desarrollo. Dejaré a un lado el espectacular juego del equipo, que Van der Vaart fuera el mejor partido, la velocidad de Diarra y Raúl y el magnífico control del tempo de juego de Gago. Pues yo fui uno de los 80.000 individuos que pude disfrutar de ese espectáculo colectivo en el Santiago Bernabeu.
Ver un partido de fútbol en el campo es una sensación gratificante. O eso pensaba hasta el pasado miércoles. Si tienes un inicio de dolor de cabeza, juntarte con 80000 personas no va a curártelo.
Es bueno llegar al campo con tiempo. Evitas la aglomeración de la gente para entrar, ves el calentamiento, calibras a los rivales… Pero llegar pronto implica tener que sufrir LA MEGAFONÍA de los estadios.
Espero que no suceda igual en todos los sitios, pero el miércoles debieron oír la megafonía del Bernabeu desde el Vicente Calderón. Y el anuncio de Raúl y su orgullo después de llevar tanto tiempo jugando en el Real Madrid. Y el anuncio de Raúl. Y el anuncio de Raúl otra vez. Perdí la cuenta de las veces que llegaron a poner el anuncio de Raúl. A estas alturas mi cuerpo ya me pedía una aspirina y solamente habían dado la alineación.
El partido no empezó mal, parecía que iba a tener algo de emoción. Pero fue un espejismo que duró un ratito. No tardó mucho en pasar a ser un tostón. Alrededor del minuto 20 pasó algo que haría que me tocara sufrir un poco más. En la fila superior a la que yo estaba sentado llegó una familia bastante numerosa: padre, madre, hijo pequeño, tío, tía (estos dos últimos rangos familiares me los invento porque no se que clase de relación tenían con los anteriores). Todo tranquilo en un principio. Una familia feliz iba a ver el partido.
Llegó el descanso. El partido seguía 0-0 y gran parte de las ilusiones iniciales puestas en una posible remontada se habían esfumado. Y de nuevo Raúl y su orgullo. Y otra vez Raúl. El partido seguía por el mismo camino que la primera parte y la fe en la remontada iba en descenso. Al contrario que mi dolor de cabeza que iba en ascenso multiplicado por el orgullo de Raúl, los gritos de felicidad y protesta del público, el cariño al árbitro, etc. Pero lo peor no había llegado aún.
Llegó el minuto 70 y oí por primera vez la frase que me haría olvidar el mensaje de Raúl. El padre anteriormente mencionado le dijo a su hijo: “Nico, ¿quieres ver un gol?”. En seco no parece muy hiriente, pero la decimotercera vez que los oyes de boca de un “hombre tontito” (me conformo con llamarlo así) empieza a resultar desesperadamente punzante.
Mi cabeza estaba a punto de reventar, el partido ya no tenía historia, el público empezaba a corear a los jugadores del equipo rival. Entonces el hijo del “hombre tontito” empezó a entretenerse dando pataditas a mi espalda. Calculo que remató más veces que el Real Madrid en toda la eliminatoria. Y el “hombre tontito” seguía con su “Nico, ¿quieres ver un gol?”, a lo que el otro hombre al que he dado el cargo de tío añadía “¿quieres ver un gol? Pues luego jugamos un partido en la PlayStation”.
El partido terminó, el “padre tontito” y su familia se fueron y no volví a oír a Raúl y su orgullo. El metro estaba más accesible de lo que parecía en un principio y conseguí llegar a casa medio sano y a salvo. Un Antalgil y como nuevo.
La próxima vez prometo que intentaré ser más positivo y escribir algo sin quejarme tanto. O como diría Bart, prometo que intentaré intentarlo.
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